Todavía no había salido el sol cuando las camionetas se detuvieron a la vera del camino, entre las matas de plátano y el verde espeso de las montañas, para lanzar siete cuerpos. Todos con tiros de gracia.
Los vecinos de la vereda Desiderio Zapata, un caserío rural en las entrañas de Argelia, en el departamento colombiano del Cauca, sintieron la llegada de los vehículos y el golpe seco de varios bultos sobre el terraplén. Cuando se acercaron para mirar, encontraron los cadáveres de hombres entre 25 y 35 años, todavía vestidos con ropa de trabajo y calzados con botas altas; y sus pieles, que ya se habían tornado oliváceas, mostraban signos de tortura. Los habían matado en El Tambo, una zona al norte del municipio, pero los asesinos dejaron los cuerpos allí, justo una semana después de que los panfletos del Comando Popular de Limpieza (CPL) amenazaran con una ‘limpieza social’.
El hecho, que ha sido denominado como la ‘Masacre del Cauca’, ocurrió a principios de este mes en un país que pactó la paz con la que fue la guerrilla más antigua de América Latina, que le hizo ganar un Nobel al saliente mandatario Juan Manuel Santos, y que recibe a diario denuncias por parte de organizaciones de defensa de DDHH por el asesinato de más de 300 líderes sociales. ¿Está Colombia en vías de recrudecer un conflicto armado al que supuestamente le habían puesto fin?
Respuesta tardía
Dos de los muertos de la masacre del Cauca fueron identificados por las autoridades como ex combatientes de las Farc que habían desertado del proceso de desmovilización. De las otras cinco víctimas, algunas figuraban en los expedientes de la Policía por casos de tenencia ilícita de armas. Sin embargo, la revelación sobre quiénes eran los dos primeros abrió las compuertas de un viejo dique: el que divide las ‘bajas’ en buenas y malas, dependiendo del ala a la que pertenezcan.
Colombia, que apenas en 2016 firmó un pacto para poner fin a un conflicto de más de medio siglo, tiene aún vivas las heridas de la guerra y un rechazo tan arraigado contra la guerrilla, que la mayoría de sus votantes sufragó por el ‘No’ en el plebiscito para refrendar los acuerdos de paz y le dio la victoria presidencial a Iván Duque, el candidato conservador que prometió modificar lo negociado entre el Gobierno y las Farc en La Habana: «Estamos en un período crítico», apunta la activista Katalina Vásquez, directora de la revista digital Generación Paz.
«Es preocupante la justificación y tergiversación que están haciendo la derecha y sus líderes de opinión para tratar de minimizar las masacres a líderes sociales. Por una parte, aseguran que se trata de una utilización política de la izquierda, y por otro, tratan de responsabilizar únicamente a las Farc y al ELN. El peligro es que se terminen legitimando todas las muertes«, explica Vásquez.
Lo que enciende todas las alertas es el asesinato sistemático de líderes sociales y comunitarios desde 2016, a pesar del acuerdo de paz. La cifra de homicidios, según las estimaciones de Indepaz, alcanza un total de 273 dirigentes comunales. Sin embargo, el número de víctimas asciende a 399 si se toman en cuenta los casos documentados por Publimetro.
La denuncia no es nueva, pero la postura oficial sí. En octubre del año pasado, Santos negó que el asesinato de activistas fuese sistemático y atribuyó las muertes a «razones personales«, sin embargo, a pocas semanas de dejar su cargo en la Casa de Nariño, el presidente saliente ha activado a una Comisión Nacional de Garantías para investigar los hechos y «actuar con toda contundencia contra quienes atacan a los líderes sociales».
Para Vásquez, el Gobierno de Santos falló al no reconocer el problema a tiempo y activar los protocolos para proteger a los líderes sociales, lo que a su juicio da pie para «favorecer más las condiciones de impunidad a quienes cometen nuevos crímenes».
El vacío de las FARC
La activista y directora de la Corporación Región, Marta Villa, identifica dos elementos centrales como responsables del recrudecimiento de la violencia en Colombia: el vacío dejado por la desmovilización de las Farc, que no fue ocupado por el Estado y está en pugna entre otros actores armados; y otra, más vinculada a la Ley de Víctimas, que tiene que ver con la restitución de tierras.
Los conflictos territoriales se han atizado especialmente en las zonas donde abundan los cultivos de coca, como en el caso del departamento del Cauca, en el suroeste de Colombia. Ahora que las Farc no participa en el negocio, otros grupos armados, entre ellos ex combatientes que desertaron de las zonas de desmovilización, tratan de ejercer control «sobre los circuitos de circulación de droga», explica Villa. Los «corredores» con salida al Océano Pacífico son los predilectos.
Un hecho controvertido en ese contexto es que, desde que se hicieron públicas las negociaciones de paz, aumentaron los cultivos de coca, al punto de que el Gobierno colombiano estuvo al borde de la descertificación por parte de EE.UU. Las hectáreas sembradas pasaron de 78.000 en 2012 a 159.000 hasta 2015, según un informe de Control de Narcóticos elaborado por el Departamento de Estado.