Narva es un lugar extraño, casi una aberración. Queda en el extremo más lejano del flanco oriental de la OTAN y es la tercera ciudad de Estonia, pero el 97% de sus casi 60.000 habitantes hablan ruso, lo que la hace la mayor ciudad rusohablante en la Unión Europea.
Yace sobre la ribera occidental del río Narva que desemboca en el mar Báltico. En la ribera oriental se encuentra Rusia. Para alguien que recién la visita por primera vez, luce como una clásica frontera de la Guerra Fría. Dos enormes fortalezas enfrentadas se yerguen a cada lado del río, con la frontera internacional pasando por el medio.
Al oeste está el Castillo Narva, construido por los daneses invasores en el siglo XIII. Al este está el Fuerte Ivangorod, construido por un gran príncipe moscovita en 1492.
Como mucha de la frontera de Estonia con Rusia corre a lo largo de un lago, se cree que la probabilidad de cualquier futura invasión de Moscú suceda aquí o más al sur, cerca de Letonia.
Líneas
Un puente vehicular atraviesa el río Narva, con altas vallas metálicas y alambrado de púas a lado y lado y puestos aduaneros en cada extremo. Aquí coordiné un encuentro con Erik Liiva. Es un superintendente de la policía fronteriza o, para identificarlo con su cargo estonio, un comisario. Alto, barbudo y armado, me acompaña por la carretera hasta donde está pintada una sencilla línea roja en la vía.
Foto cortesía.