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Testimonio de la embajadora mexicana

by Ecuador En Directo

La embajadora de México en Ecuador, Raquel Serur, relata los momentos de tensión y angustia que vivió durante la crisis diplomática que culminó con el asalto a la sede diplomática mexicana en Quito.

Raquel Serur experimentó la crisis desde su declaración como persona non grata por el Gobierno ecuatoriano el 4 de abril. La tensión se intensificó con el asalto a la Embajada en Quito por parte de la Policía ecuatoriana. Serur y su equipo vivieron momentos de miedo y peligro mientras los agentes irrumpían en la sede diplomática. La detención del exvicepresidente Jorge Glas aumentó la preocupación y la tensión. Este testimonio ofrece una visión íntima de los desafíos enfrentados durante la escalada del conflicto diplomático.

Jueves 4 de abril, por la mañana:
En un día lleno de complejidades por resolver en la Embajada, surge una interrogante que no puedo evitar: ¿Cuál será el motivo de la reunión vespertina con la canciller Gabriela Sommerfeld? Considero dos posibilidades: quizás solicite el beneplácito para un nuevo embajador o haya algún asunto delicado, algún «irritante», que requiera la entrega personal de una Nota Verbal… Decido apartar momentáneamente ese pensamiento para no distraerme y continuar con mis labores del día.

Jueves 4 de abril, por la tarde:
Llego puntual a la cita, a las 17:30 horas. Soy recibido con la cortesía habitual y me conducen al despacho de la canciller Sommerfeld. Una vez dentro, confirmo mis sospechas: el motivo de la reunión es un asunto delicado relacionado con «el comentario de nuestro presidente en la conferencia mañanera». Aunque intento contextualizar lo dicho, me entregan sin previo aviso una notificación declarándome persona non grata y me instan a abandonar el país en un plazo de 72 horas. Siento como si un rayo me atravesara el cuerpo. Me parece desproporcionado, totalmente fuera de lugar, pero no hay espacio para más conversación. Conmocionado, me retiro. «No hay nada más que hablar», alcanzo a decir antes de partir. Mientras subo al auto, mi mirada se posa en el majestuoso volcán Pichincha, testigo silencioso de tantos acontecimientos históricos. Ahora que lo escribo, una lágrima escapa de mis ojos. Los sentimientos reprimidos y el dolor se agolpan en mi interior, convirtiéndose en un peso insoportable para mi cuerpo.

Jueves 4 de abril, por la tarde-noche:
Al llegar a la Embajada, comparto con el personal lo ocurrido y la noticia parece demasiado impactante para creerla. Trato de mantener la compostura y les señalo que, a pesar de la sorpresa, tenemos poco tiempo y muchas responsabilidades pendientes por atender. «Es una decisión soberana del Ecuador y no nos queda más que aceptarla», les digo, aunque las palabras suenen ajenas incluso para mí mismo. La noticia se propaga rápidamente y mi teléfono no deja de sonar con mensajes y llamadas. Informo a la Cancillería mexicana, pero nadie logra entender qué sucedió ni por qué. Al comunicar la noticia a mis hijos, siento que mi voz tiembla y me duele profundamente ver su dolor.

Jueves 4 de abril, por la tarde-noche:
Durante toda la noche, me resulta imposible conciliar el sueño. Los mensajes y llamadas con el embajador Pablo Monroy no cesan. Mi mente se ve invadida por pensamientos caóticos. Recuerdo escenas de los últimos tiempos que se agolpan en mi cabeza: carros de policía permanentemente estacionados afuera de la Embajada, militares armados hasta los dientes, y la revisión exhaustiva de las pertenencias de los empleados locales. Aún ahora, mientras escribo, persisten la tensión y la rigidez en mi cuerpo. Intento reprimir esos pensamientos y enfocarme en las tareas pendientes, pero las imágenes de una violencia sorda adquieren un nuevo significado. Me preocupa profundamente cómo se recibirá la noticia en México.

Viernes 5 de abril, por la mañana:
Las declaraciones reconfortantes del presidente López Obrador me alivian profundamente. Su firme decisión de no seguir la misma línea de acción que Ecuador, y su amable y afectuoso tono al referirse a mí, me brindan una sensación de protección y calma. El constante sonido del teléfono no cesa, pero estas palabras me permiten relajarme un poco. La llamada consternada de la canciller Alicia Bárcena refuerza la preocupación internacional por la situación. Decido dirigirme a la Embajada para resolver los asuntos pendientes. Trabajamos incansablemente durante todo el día, solo deteniéndonos brevemente para almorzar con algunos diplomáticos y empleados locales. A pesar de la tensión, el almuerzo se convierte en una despedida marcada por gestos de cariño, lágrimas y palabras de apoyo. Intento transmitir fuerza y mantener el ánimo con un toque de humor, aunque las interrupciones constantes de llamadas y mensajes dificultan la conversación. De vuelta en la Embajada, nos enfrentamos a una larga lista de tareas por resolver en poco tiempo. Al ver el rostro preocupado de Karina, mi asistente, me preocupo aún más. Sin embargo, una buena noticia llega cuando confirmamos que el trámite del sobrevuelo fue iniciado a las 4:04, lo que representa un problema menos. En una conversación con el embajador Monroy, percibo su genuina preocupación por mí. Nos mantenemos enfocados en el trabajo y convoco a una reunión con todo el personal local para comunicarles lo sucedido. Trato de ser breve, ya que siento que cualquier momento podría romper en lágrimas y prefiero mantener la compostura. Mientras tanto, la Cancillería mexicana emite un comunicado anunciando que se ha otorgado asilo a Jorge Glas el 4 de abril, lo que agrega un elemento más a la complejidad de la situación.

Viernes 5 de abril, por la tarde-noche:
Después de terminar la reunión, informo que me retiraré para comenzar a empacar. El ministro Roberto Canseco decide acompañarme debido a las instrucciones de no dejarme sola, especialmente después del acoso que habíamos enfrentado en los días previos, con mayor intensidad los jueves y viernes pasados. Al llegar a la residencia, recibo la visita de dos amigas de la urbanización. Intento mostrar fortaleza, pero en ciertos momentos me quiebro. Ellas me preguntan qué me preocupa, y aunque respondo vagamente, en este momento me inquieta especialmente una declaración de la canciller Sommerfeld alrededor de las 17:00, donde afirma no haber recibido ninguna solicitud de permiso de sobrevuelo, cuando estoy segura de que fue enviada a las 16:04.

A las 20:30 les pido a mis amigas que se retiren para poder descansar un poco. Me recuesto en la cama y trato de conciliar el sueño, pero no lo logro del todo. Entro en una especie de duermevela, inundada por una profunda tristeza que me embarga por completo. Alrededor de las 22:00, escucho el teléfono de la residencia sonar. Me avisan que Eva Martha Balbuena, nuestra administradora, me llama de emergencia. Al tomar la bocina, siento un escalofrío recorrer mi cuerpo ante lo que comienzo a escuchar. Entre pausas, me informa que han entrado a la Embajada, se han llevado al ingeniero Glas y tienen sometido al ministro Canseco. Una sensación de impotencia me invade mientras ella continúa narrando los acontecimientos, hasta que finalmente me asegura que ya están saliendo, aunque el ministro está golpeado. Todo sucedió muy rápido. No puedo contener las lágrimas. Mi cuerpo tiembla. Observo la bandera mexicana ondear por la ventana y no logro derramar ni una sola lágrima. Respondiendo incrédula y desesperada, continúo escuchando a Eva Martha describir la situación. La rabia, la desesperación y la tristeza se apoderan de mí, y mi cuerpo tiembla con más intensidad. Pienso en mis hijos, en todo lo sucedido. Les pido que cierren todo y vengan con cuidado a resguardarse en la residencia. Llamo a Martín Borrego para que informe a la canciller Bárcena, pero la llamada tiene problemas de recepción. Mis hijos llegan a la residencia y pasamos varias horas discutiendo lo sucedido sin poder asimilarlo. Les digo que al menos nos tenemos los unos a los otros, en un intento de tranquilizarlos.

Reflexionamos sobre los eventos y visualizo las consecuencias de este grave incidente. Una consternación profunda me invade, y tengo miedo. «¿Qué más pueden hacer?» intento serenarme, repitiéndome que no pueden hacer nada más. Pero de repente, detengo mis pensamientos. Esto es un atropello a nuestra soberanía. Entraron a la Embajada, se llevaron a una persona, golpearon al ministro, empujaron a Eva Martha. En realidad, es una invasión a nuestro territorio. No puedo concebir aún que hayan cometido algo tan desproporcionado. Siento un miedo que se mezcla con indignación.

Horas después, llegamos a algunas conclusiones: tenían todo planeado. Solo esperaron a que saliera. Eva Martha fue la última en salir de la Embajada. La siguieron, la hostigaron, se asustó y regresó a la Embajada para sentirse segura. Llamó al ministro Canseco, quien acudió de inmediato. Mientras conversaban en la parte posterior de la Embajada, comenzó el operativo. Sometieron al guardia, le quitaron el arma y el control remoto de la puerta del garaje. Al escuchar los ruidos, Eva Martha y el ministro se acercaron para ver qué sucedía.

Lo que ocurrió a continuación es de dominio público y se resume en unas pocas frases que conmocionaron al mundo en cuestión de horas. La fuerza pública irrumpió en la Embajada de México con violencia, sustrayendo al ingeniero Glas y llevándoselo en un auto blindado. Al enterarse México de lo sucedido esa noche, rompió relaciones con Ecuador. ¿Qué los llevó a actuar de manera tan desproporcionada? ¿Cómo se atrevieron a violar la inviolabilidad de una sede diplomática? ¿Con qué derecho agredieron físicamente al personal diplomático? ¿Con qué derecho hirieron nuestra dignidad? No existe justificación alguna para sus acciones. México actuó en todo momento conforme a derecho, y ambas naciones tienen una larga historia de afecto y cooperación.

Sábado 6 de abril, por la mañana:
Después de una noche sin dormir, para la mañana del sábado era evidente que todos debíamos abandonar el país. La red de la Cancillería mexicana, en alerta desde el jueves, seguía de cerca la escalada de los acontecimientos, siempre dispuestos a brindar ayuda: la canciller Bárcena, el embajador Monroy, Martín Borrego, nuestra subsecretaria Laura Elena Carrillo y sus equipos, todos estaban atentos. Ahora no solo se necesitaba un avión pequeño como el que inicialmente vendría por mí, sino uno que pudiera llevar a los diplomáticos y sus familias: en total, 18 personas y tres mascotas. Aún no había obtenido el permiso de sobrevuelo. Llamé a México y sugerí que todos saliéramos en un vuelo comercial para evitar más complicaciones. Así lo hicimos.

Sábado 6 de abril, por la tarde-noche:
Llegamos a la Embajada para realizar una pequeña ceremonia de arriado de la bandera que ondeaba con imponencia. El sargento Cervantes baja la bandera lentamente mientras entonamos el himno nacional. Todos nos sentimos profundamente conmovidos, con la piel erizada. Con cuidado, doblamos la bandera y me la entrega. Es un momento difícil de afrontar. Bajo el mismo cielo estrellado, cerramos nuestra Embajada en Quito.

Domingo 7 de abril:
En un nuevo y hermoso amanecer, acompañada por los embajadores de Alemania, Cuba, Honduras y Panamá, partimos a las 6:30 de la residencia hacia el aeropuerto. Durante el vuelo, una oleada de recuerdos de mis casi cinco años en Ecuador me embarga. Más que el desafío profesional de liderar la Embajada, resuenan las gratificaciones de un oficio lleno de sutilezas y matices; descubrir las complejidades del país y admirar la capacidad, disciplina y generosidad de mi equipo. Recuerdo con cariño las amistades cultivadas dentro y fuera del cuerpo diplomático, así como dentro y fuera del Gobierno. Me conmueve profundamente caminar por las mismas calles del centro que solía recorrer con Bolívar, mi esposo. En este vuelo, experimento una mezcla de emociones: enojo, desconcierto, tristeza y nostalgia. Al llegar a México, somos recibidos con afecto por la canciller Alicia Bárcena y el maravilloso equipo de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Piso suelo mexicano con un enorme alivio. ¡Gracias, México!

Reflexión final:
Este ilegal y brutal atropello no puede ser ignorado por el derecho internacional. Hacerlo sería permitir que la arbitrariedad prevalezca en la comunidad latinoamericana, con consecuencias graves para todas las naciones. Es una cuestión de respeto a la ley o barbarie.


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