El caos estalla en Haití a medida que civiles armados toman las calles, iniciando una revuelta a gran escala contra el gobierno, las fuerzas policiales y las bandas criminales que han atormentado al país durante años. Frustrados por años de inestabilidad política, la violencia pandillera desenfrenada y la inacción del gobierno, los ciudadanos de varios barrios de Puerto Príncipe y otras ciudades se movilizan con armas improvisadas, asaltando comisarías y zonas controladas por las pandillas. El levantamiento, descrito por los observadores como un acto de desafío sin precedentes, se extiende rápidamente, obligando al gobierno a declarar el estado de emergencia nacional.
Testigos presenciales informan que grupos de civiles armados, incluyendo expolicías y exmilitares, coordinan ataques contra bastiones de pandillas que han aterrorizado a las comunidades durante años. En algunas zonas, se producen enfrentamientos entre estos grupos de autodefensa y las fuerzas de seguridad, mientras los manifestantes acusan a las fuerzas del orden de connivencia con organizaciones criminales. Edificios gubernamentales, comisarías y escondites de pandillas son incendiados, mientras que armas saqueadas y vehículos incautados alimentan la intensificación del conflicto. Mientras tanto, las instituciones haitianas, ya de por sí frágiles, luchan por mantener el control mientras funcionarios clave huyen o guardan silencio.
El primer ministro, Alix Didier Fils-Aimé, se dirigió a la nación en una breve declaración televisada, condenando la violencia y llamando al diálogo, pero su petición encuentra un rechazo generalizado. Los manifestantes insisten en que las negociaciones ya no son una opción y exigen la destitución inmediata de los funcionarios corruptos y una reforma completa de las fuerzas de seguridad del país. La situación se deteriora aún más a medida que miles de residentes huyen de la capital, temiendo represalias de las pandillas que han dominado el panorama político y económico del país durante años.
La reacción internacional es rápida: las Naciones Unidas y los países caribeños vecinos instan a la moderación y se ofrecen a mediar para lograr una solución. Estados Unidos y Francia, ambos históricamente involucrados en los asuntos de Haití, expresan profunda preocupación, pero se muestran reticentes a intervenir militarmente. Mientras tanto, las organizaciones humanitarias advierten del agravamiento de la crisis, ya que los hospitales tienen dificultades para atender al creciente número de heridos y los suministros de alimentos escasean debido al bloqueo de carreteras y la violencia constante.
Al caer la noche, la batalla por el futuro de Haití continúa, sin una solución clara a la vista. El levantamiento marca un punto de inflexión en la larga lucha del país contra la corrupción y la anarquía, pero sigue siendo incierto si conducirá a la liberación o a un caos más profundo. Con el gobierno y las facciones criminales a la defensiva, Haití se encuentra al borde de una nueva era, definida por la revolución o por un mayor colapso.