El presidente de Ecuador, Daniel Noboa, decretó este martes 16 de septiembre de 2025 un nuevo estado de excepción en siete provincias del país, mediante el Decreto Ejecutivo 134. La medida se adoptó como respuesta a la creciente tensión social y a los brotes de violencia registrados tras la eliminación del subsidio al diésel, decisión que desató bloqueos de carreteras, paralizaciones y enfrentamientos entre manifestantes y fuerzas del orden. El Gobierno fundamentó la resolución en la existencia de una “grave conmoción interna” que, según indicó, ponía en riesgo la seguridad de los ciudadanos y el normal desarrollo de las actividades económicas.
Las provincias incluidas en la declaratoria fueron Carchi, Imbabura, Pichincha, Cotopaxi, Bolívar, Azuay y Santo Domingo de los Tsáchilas, zonas que concentraron las manifestaciones más fuertes de los últimos días. El decreto estableció que el estado de excepción tendría una vigencia de 60 días, con la posibilidad de levantarse de manera anticipada si la situación se estabilizaba. De acuerdo con la Presidencia, las paralizaciones habían alterado de forma significativa el orden público y dificultado la circulación de personas y vehículos, afectando derechos fundamentales como el trabajo, la salud y la educación.
El texto presidencial señaló que las protestas habían dejado de ser simples expresiones de inconformidad y se habían transformado en escenarios de violencia, con ataques a la propiedad pública y privada, así como bloqueos que paralizaron carreteras estratégicas del país. Frente a ese panorama, la declaratoria buscó restablecer la calma en las provincias más afectadas, garantizar la movilidad ciudadana y evitar que la situación se agravara hasta comprometer la estabilidad nacional. Noboa remarcó que el Estado no permitiría acciones que vulneraran los derechos de terceros en nombre de la protesta.
Como parte de las disposiciones, el Ejecutivo ordenó la suspensión del derecho a la libertad de reunión en las provincias bajo la medida. No obstante, aclaró que las manifestaciones pacíficas no quedaban prohibidas, siempre que no interfirieran con las garantías de otros ciudadanos. Asimismo, se descartó la implementación de un toque de queda, lo que significó que la población mantuvo la posibilidad de movilizarse con normalidad, aunque bajo la vigilancia reforzada de la Policía Nacional y de las Fuerzas Armadas, encargadas de contener cualquier alteración del orden público.
El detonante de esta crisis fue la eliminación del subsidio al diésel, decisión que generó un amplio rechazo en gremios de transporte, organizaciones sociales e indígenas. El aumento en el precio del combustible impactó directamente en los costos de producción, transporte y servicios, lo que elevó la indignación popular. A la par, en ciudades como Cuenca y Quito se convocaron marchas relacionadas con la defensa del agua y contra la minería, lo que amplió el abanico de demandas y sumó nuevos actores a la ola de manifestaciones.
La respuesta del Gobierno a través del estado de excepción busca frenar la capacidad de movilización de los manifestantes y garantizar la seguridad del conjunto de la población. Sin embargo, la medida generó cuestionamientos de sectores políticos y sociales, que advirtieron que suspender derechos y militarizar provincias no era la salida adecuada para una crisis derivada de decisiones económicas. Desde el oficialismo, en cambio, se defendió la decisión como indispensable para resguardar la paz social y prevenir que las protestas desembocaran en un escenario de mayor violencia.
Este episodio se convirtió en uno de los momentos más tensos del mandato de Noboa, que queda colocado en el centro de un pulso político y social con múltiples frentes abiertos. El desenlace depende tanto de la capacidad del Ejecutivo para sostener la medida sin provocar una escalada de confrontaciones, como de la apertura a un diálogo real con los sectores movilizados.